¡Hola! Soy Luis, padre de apoyo por tercera vez consecutiva… Tengo que confesar que la primera vez que me apunté como padre de apoyo, lo hice movido por la curiosidad.
Hasta ese momento, las únicas referencias que tenía de un grupo scout eran las que me habían facilitado la tele: niñas repelentes, con calcetines hasta la rodilla, y una obsesión desmesurada por la venta de galletas. Sin embargo, mi hijo llevaba ya un par de meses en el grupo, y todavía no había intentado venderme nada. Así que supuse que los scouts españoles se dedicaban a otras cosas, y quise averiguarlo de primera mano apuntándome a la acampada de verano.
Los primeros días fueron complicados. Ninguno de los padres de apoyo teníamos ni idea de cocina, así que tener que darle de comer a unos 50 niños fue… digamos que estresante. ¡Menos mal que siempre estaba María con nosotros! Poco a poco le fuimos cogiendo el tranquillo a la cocina, y la tensión dio paso a las risas y a largas charlas mientras pelábamos patatas. Durante esa primera acampada aprendí muchas cosas. Aprendí que mi hijo me necesita menos de lo creo, que los chavales se desenvuelven increíblemente bien cuando están en grupo, y que los scouters tienen una vida igual de ocupada que la de cualquiera, pero que, por algún motivo, deciden anteponer el trabajo con los niños a muchas otras cosas. Consiguen dejar una huella imborrable en el carácter de los niños, para que de adultos hagan del mundo un sitio mejor. Así que aprendí también a admirar y respetar su dedicación, y decidí ayudar en lo que pudiera.
La segunda acampada fue mejor. Ya sabía lo que me esperaba y cómo afrontarlo, y hubo muchas más risas y menos estrés. Podéis ver un resumen de cómo fue la cosa en la entrada de Raquel.
Esta última acampada ha sido increíble. Nos hemos juntado tres familias veteranas (Natalia, Rubén y yo) junto con mi mujer (Inés). La experiencia ha hecho que el trabajo fuera más relajado (aunque con picos de tensión, obviamente), y que la comida nos saliera espectacular (ejem). Cuatro días lloviendo hacen que la convivencia sea más intensa, pero las horas han ido pasando entre risas y confesiones. Hemos podido disfrutar de la gastronomía local, compartido ratos con los chavales y las chavalas, ¡e incluso preparar una actuación bochornosa para el fuego de campamento! Lo peor, son las noches. La primera noche siempre cuesta dormir. Pero el cansancio acumulado y la satisfacción de saber que estás haciendo algo bueno para mucha gente, ayudan a conciliar el sueño. El mejor momento del día, cuando tu hijo (al que no has visto en todo el día) viene a despedirse antes de meterse en el saco y te susurra “me ha encantado lo que has hecho hoy”.
Así que como esto es cada vez mejor, ya me he apuntado para Panticosa. ¿Te animas?